La comida tenía un gusto extraño. O quizá era su estómago
que ya estaba revuelto. Esa sensación la había sentido desde la mañana. No
había desayunado, trató de masticar la milanesa que había preparado su mujer.
El menor de sus hijos comía con placer y entusiasmo. Masticaba y devoraba un
bocado tras otro. Kathrin, en cambio, no hacía más que remover la comida con el
tenedor dentro de la circunferencia blanco azulada. Joaquín, el mayor, como
siempre se comportaba como adulto. Solía imitarme, notaba gestos en su rostro.
Gestos trabajados que me reflejaban. Tragué un bocado con dificultad. No comí
más. Había algo distinto en el sabor de la milanesa, en el sabor del agua, del
puré y del aire.
Una vez terminado el almuerzo, regresé a la habitación. Soledad
doblaba mis camisas y las colocaba amorosamente dentro de mi valija de mano. Me
quedé observando desde la puerta como un fantasma. Sus extremidades me
enloquecían y a su vez, inquietaban. Tenía un modo tan suyo de hacer las cosas.
Doblaba una remera y automáticamente dejaba pasar su mano por encima de ella.
La recorría con su palma de norte a sur, como dándole un último planchado. Esta
vez observé sus manos con nostalgia. Hacía rato que no recorrían de ese modo mi
cuerpo. No por falta de amor, quizá de tiempo. Alzó la vista y me escrutó con
la mirada. Se acercó a mí. Oía a los niños a lo lejos jugando en el jardín. El
sol se escurría entre las persianas iluminando apenas las paredes blancas. Tomó
mi mejilla, sentí su suave piel y lentamente se acercó en busca de mis labios.
Fue un instante eterno, una mirada que no busca palabras sino más miradas, un
entendimiento que sólo el amor maduro sabe copiar.
-Te vamos a extrañar, te voy a extrañar, dijo ella sin
hablar.
-Es sólo una semana, dije rompiendo el silencio y vaciando
ese instante sublime.
El vuelo despegaba a las 20.50 de ese mismo sábado rumbo a
Córdoba Capital. Era un viaje de trabajo que prometía un mejor porvenir. Las
cuentas no se cancelaban en el último tiempo y las preocupaciones eran el mayor
intruso dentro de mí. El colegio, el auto, las compras, los gastos. Mi cabeza
no se enfocaba en el presente sino sólo en las incógnitas de fin de mes. No
quería más plata de mi suegra, no concebía no ser autosuficiente. La fe no la
había perdido y confiaba en una solución, en un nuevo negocio, en una bocanada
fresca de aire.
A las 18 me esperaba un remis en la puerta de casa. Siempre
con el mismo vacío incómodo en el estómago, esa tarde, tuve tiempo de colocar
unas flores en el jardín con la ayuda de los niños. Un baño bien caliente.
Jeans azules, camisa blanca y los infaltables anteojos de vista. Tomé mi
valija, abracé a los niños. Kathrin me extendió un dibujo lleno de trazos
inconclusos pero con la palabra “Papá” delineada con esfuerzo. Saludé a mi
esposa quien me tomó de la mano y bendijo en susurros. Allí estaba estacionado
el remis bajo el árbol de nuestra vereda. Me senté e indiqué el destino. Esas
fueron las únicas palabras que compartimos. Él hizo una observación sobre el
frío atípico de la época sin conseguir entablar una conversación. Yo estaba
ensimismado en mi propia realidad. Sentía irracionalmente estar abandonando a
mi familia. El sentimiento de culpa se apoderaba de mí desde hacía tiempo. Pagué al chofer y dejé propina. Caminé hacia
la fila del check in. A las 20 30 ya
me encontraba sentado en mi ubicación. Abandoné las preocupaciones fuera del avión.
Es algo que solía ocurrirme cuando viajaba. Sabía que en esas horas nada solucionaría
y allí me relajaba. Aún con el estomago retorcido deje caer todo mi peso sobre
el asiento. Apoyé la cabeza y visualicé a mis hijos. El corazón me ardía de
amor cuando pensaba en ellos. Me veía tan lleno de defectos, tan imperfecto. Mi
consuelo radicaba siempre en la sorpresa de, a pesar de ello, haber sido capaz
de crear vida perfecta. Pensé en los ojos de mis hijos, en sus manos y en sus miradas.
Sus mentes incansables me fascinaban, saber que yo les causaba admiración me
extasiaba. Me detuve a pensar en la forma extraña en la que hoy me había
observado mi esposa. Creí no haber
decodificado completamente lo que sus ojos intentaban expresar.
Se anunció la tripulación por el alto parlante. Ajusté mi
cinturón, una vez más cerré los ojos y me dejé acunar por el sentimiento amable
de ser parte de un momento vacío, libre de preocupaciones y de soluciones. Sólo
parte del momento a atravesar.
Un fuerte latigazo me
devolvió a la vida y me dejó partir.
Me desorienté, observaba el avión en el suelo y yo volando
fuera de él. Comprendí que la realidad se había invertido si es que esto era la
realidad. Pero a pesar del desconcierto, sólo podía obedecer a una brillante, hermosa
y pacífica luz que me abrazaba. Mi cuerpo perdía peso, alas dentro de mi
corazón me llevaban a un nuevo vuelo. El instinto natural de supervivencia se
había desvanecido, era todo paz y plenitud, algo mayor me guiaba y resguardaba.
Mi destino tenía un nuevo guía. Hacia el aire fui y en él me convertí. Aquí no
había tiempo sino eternidad, no había peso sino brisa etérea.
Y en este estado permanecí, bajo el ala guía que a mi alma
acobija. Y los años no fueron años sino baños de luz y sabiduría. Y en cuanto
fui sólo un suspiro recibí el susurro de un ángel.
Desperté corpóreo.
Estaba parado frente a mi hija. Alguien soñó el momento y el amor lo creó.
Nuestros ojos se encontraron otra vez, una lágrima corrió en su mejilla. Nos
acercamos y sostuvimos las miradas frente a frente y sólo vimos el vibrante
sentido del corazón. Sentí una lágrima caer de mis ojos, era humano por un
eterno instante nuevamente y pude decirle cuanto notaba que ella había crecido.
Una mezcla de empatía y conexión ancestral
se hallaba en nosotros mismos, había felicidad, tristeza, nostalgia y
sabiduría.
La bendición de encontrarnos fue momentánea, pero el corazón
galopante de saber que el alma es eterna y que llegado el momento de conocer y
acceder al no-tiempo, todas ellas se unirán para vivir por siempre en amor y
paz.